Se pasaron siete años, siete meses y 11 días desde que Brasil fue
elegido para realizar el Mundial de futbol promovido por la FIFA. Con
nuestra proverbial tendencia a la modestia, los brasileños no dudamos un
solo segundo en anunciar que sería la Copa de las Copas, que obras
fabulosamente indescriptibles brotarían en las 12 ciudades donde se
realizarán los partidos – ¡doce!, y no entre seis y ocho como
recomiendan los capos de la FIFA –transformando el paisaje y acercando a
sus habitantes al futuro tan esperado. El mundo, una vez más, se
curvaría frente a semejante fenómeno. Y eso, claro, para no mencionar
que, en la cancha, dictaríamos clases magistrales a cada encuentro, para
asombrar a miles de millones de seres humanos esparcidos por todo el
planeta.
Pasado ese tiempo, llegó la hora de la verdad. El Mundial empieza
mañana. De los 12 aeropuertos que serían totalmente renovados, para
matar de envidia a los pobres mortales que no tienen la gloria divina de
frecuentarlos, ninguno quedó listo. Que se tome como ejemplo el
aeropuerto de Galeão, en Río, ciudad-símbolo del país. Las obras de la
terminal uno empezaron en julio de 2008. Deberían haber estado listas en
septiembre de 2012. Los turistas que llegaron por esos días y tuvieron
la mala suerte de llegar a esa terminal se encontraron con pasillos en
obras, baños cerrados y plataformas de equipaje que no funcionaban.
Todavía falta mucho
Los de la terminal dos tuvieron un poco más de suerte. Previstas para
abril de 2011, las obras terminaron hace 15 días. Bueno, terminaron es
una manera de decir: todavía falta mucho, pero menos que en el otro. Son
esperados 950 mil turistas en Río.
De los 12 estadios, que consumieron pirámides de dinero, seis no
contarán con estaciones de wifi para Internet de alta velocidad, lo que
perjudicará no sólo a los aficionados, sino también a parte sustancial
de los 18 mil periodistas esperados.
El estadio donde este jueves se disputará el partido inicial tenía hoy
problemas serios en los baños, las cafeterías funcionaban apenas
parcialmente, la cobertura –inclusive del sector VIP, donde estarán
autoridades y los capos de la FIFA– no quedó lista. Hay dudas hasta
sobre el nombre del estadio. Oficialmente es Arena Corinthians, pues
pertenece al más popular equipo de Sao Paulo. Pero la gente lo llama
Itaquerao, por situarse en el barrio de Itaquera, en la periferia pobre
de la ciudad más rica de Sudamérica. Y las señales de tránsito que
indican la mejor ruta para llegar lo llaman Arena Itaquera.
Costó poco más de mil millones de reales, unos 450 millones de dólares. Y
no quedó listo. Para construirlo, fueron desalojadas familias que
vivían en casuchas muy pobres. Los moradores del barrio ni siquiera
logran imaginar los beneficios que podrían pasar a disfrutar si aquellos
millones hubieran sido aplicados, por ejemplo, en alumbrado público,
redes sanitarias, cloacas, asfalto.
Hasta principios de abril, poco más de la mitad del total previsto de
inversiones había sido efectivamente gasto. Las obras de movilidad
pública –léase: vías expresas para transporte colectivo, destinadas a
deshacer los nudos del tránsito caótico que obliga a un trabajador
brasileño gastar en promedio tres horas para llegar a su local laboral–
quedaron por la mitad. Y eso, con suerte: en Cuiabá, por ejemplo,
capital de Mato Grosso, la ciudad quedó patas arriba y nadie sabe cuándo
el escenario de guerra dará espacio para la maravilla prometida.
El estadio más emblemático del país, y uno de los más simbólicos del
mundo, el Maracaná, costó casi mil 300 millones de reales, unos 650
millones de dólares. El doble de lo previsto. Y eso, para disminuir de
tamaño. Nada que se compare, sin embargo, al estadio de Brasilia,
bautizado como Mané Garrincha, en dudoso homenaje a uno de los mayores
genios jamás vistos en las canchas de aquí y de cualquier parte. Costó
mil 600 millones de reales, unos 780 millones de dólares. El Tribunal de
Cuentas de Brasilia ya detectó sobreprecio de al menos 200 millones de
dólares. No es un fenómeno aislado, excepto quizá por el volumen: en
todas las obras, de estadios o de lo que sea, gruesas cantidades de
dinero fueron desviadas.
Mucho se prometió, poco se cumplió. No es tan difícil entender, por
tanto, la frustración y la irritación de la mayor parte de los
brasileños. El país soñó, por años y años, con abrigar un Mundial.
Al fin y al cabo, en esta tierra el balompié es una religión con
seguidores fanáticos, y hasta los no creyentes se dejan conmocionar cada
cuatro años. Lo que se preguntan los brasileños, entre uno y otro brote
de irritación, es: ¿Por qué nada funcionó? ¿Por qué se prometió tanto y
se entrega tan poco?
Dilma Rousseff, la presidenta, es futbolera. Acompaña los partidos, y en
conversaciones privadas muestra que entiende bastante del tema. Lula da
Silva, más que futbolero, es un fanático radical. Sin embargo, en sus
poco más de tres últimos años de presidencia (entre noviembre de 2007,
cuando logró traer el Mundial para Brasil, y diciembre de 2010, cuando
encerró su segundo mandato), Lula pudo constatar la extrema lentitud con
que se empezaba a cumplir todo lo que él mismo prometió a los halcones
de la FIFA. Dilma tuvo otros tres años y medio, y bueno, las cosas están
como están.
Los dos dicen lo mismo: habrá un legado importante de obras y beneficios
para los brasileños, cuando termine el Mundial. Todo indica que es
verdad. Lo que ocurre es que el Mundial tiene fecha para terminar, y las
obras, no.
Recién ayer, en las grandes ciudades brasileñas, empezaron a surgir los
primeros indicios de entusiasmo por el Mundial que empieza mañana. En
las copas pasadas, a estas alturas –víspera del gran día– el clima era
de eufórica expectativa.
En Río ya se preparan
Aun así, en Río algunos cariocas se prepararon arduamente para la
fiesta. En la Villa Mimosa, la gran zona de prostitución de la ciudad
–las muchachas dicen, orgullosas, que es la mayor zona de prostitución
al aire libre del mundo: la clásica modestia brasileña…–, las
profesionales del amor están en sus puestos desde que empezaron a llegar
los primeros turistas. Ya avisaron que para los extranjeros habrá un
precio diferenciado: 40 dólares, el doble de la tarifa habitual. Pero
admiten que todo es negociable.
Ya en las favelas ocupadas por fuerzas policiales –irónicamente llamadas
de comunidades pacificadas– varios moradores hacen su prosperidad:
frente al precio extravagante de los hoteles alquilan dormitorios a los
visitantes.
Si un piso de dos dormitorios en Ipanema es alquilado por una tarifa
mínima de 300 dólares la noche, en la favela vecina se duerme, con
desayuno incluido, por 75. Y hay un bono gratis: los extranjeros viven,
además de las emociones del Mundial, la pintoresca experiencia de haber
pasado algunas noches en una favela.
Bueno, algo es algo, pero no era exactamente lo que esperaban los
brasileños cuando, en aquel lejano 30 de octubre de 2007, recibieron la
noticia de que finalmente la patria máxima del futbol realizaría una
Copa del Mundo.
lunes, 16 de junio de 2014
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